Bangkok, punto de partida
¿Qué es lo primero que hacemos cuando nuestro avión aterriza? Desactivar el modo avión del teléfono. Algunos lo hacen incluso antes de que se apague la señal de abrocharse los cinturones. Pero Sebastián no tenía prisa. Esperó a llegar a la terminal para encender su móvil. Si alguien le había llamado con urgencia, bien podía esperar unos minutos más.
Acababa de regresar de Krabi, al oeste de Tailandia, donde había pasado una semana de vacaciones. Sol, playa y, sobre todo, silencio. Quería retrasar al máximo su vuelta al trabajo, al ruido, al estrés.
No era la primera vez que visitaba Tailandia. Ni la segunda. Ni la tercera. Había perdido la cuenta. Pero este viaje había sido diferente: el primero que hacía en solitario tras su divorcio de Olga, un año atrás.
Cuando uno junta en una frase las palabras “Tailandia” y “soltero”, es fácil imaginar noches salvajes y chicas jóvenes en poca ropa. Pero no era su caso. Sebastián tenía cincuenta y dos años, un restaurante con dos estrellas Michelin en Madrid y muy poco interés en ligues de una noche. Detestaba la imagen de un hombre mayor con una muchacha que podría ser su nieta. Y en el sudeste asiático, por desgracia, era una escena demasiado habitual.
Aún le quedaba una última noche en Bangkok antes de regresar a casa. Planeaba cenar bien, dormir plácidamente y al día siguiente volver a Madrid con nuevas ideas que había estado rumiando bajo el sol.
Con la maleta granate rodando tras él, caminó por el pasillo del aeropuerto Suvarnabhumi, en dirección al control de pasaportes. Marcó el número de Dani, su sous-chef, que se había quedado al frente del restaurante.
—¿Dani? ¿Me oyes? —preguntó al contestar la llamada—. Ya estoy en Bangkok. ¿Todo bien por ahí?… ¡Madre mía! —exclamó al ver la interminable cola frente al control—. No, no pasa nada, solo que acabo de ver la cola del control de pasaportes. Bueno, me quedo una noche más y mañana vuelo a Madrid. Dale abrazos a todos. Hasta pronto.
Colgó. Durante los más de cuarenta minutos de espera, revisó correos, mensajes, y dejó que el ambiente tailandés lo envolviera por última vez. En Tailandia, todo el mundo sonríe… salvo en inmigración. El agente que le selló el pasaporte tenía el mismo gesto hosco que recordaba de visitas anteriores.
Al llegar a la zona de recogida, las maletas ya no giraban en la cinta, sino que estaban agrupadas en el suelo. Tomó la suya y se dirigió al tren elevado que conecta el aeropuerto con el centro. No le apetecía discutir precios con un taxista solo por ser occidental.
En Bangkok uno puede alojarse por dos duros o por todo lo alto. Sebastián nunca fue de ahorrar en hoteles, especialmente en una ciudad como esta, con una oferta gastronómica tan rica. Sin embargo, este viaje lo había organizado con prisas, así que acabó en un hotel modesto pero elegante, cerca del barrio gay. No era su zona favorita —él decía que no le gustaba estar rodeado de “gente rarita”—, pero por una noche, daba igual.
Tras una ducha rápida y algo de ropa limpia, se tumbó en la cama mientras miraba en el móvil opciones para cenar. En ese momento, lo llamó su hija, Margarita.
—Hola, cariño. Acabo de llegar a Bangkok. Mañana vuelvo… ¿Qué hora es ahí? ¿Y qué haces despierta a estas horas? —preguntó, algo preocupado.
Encendió la televisión del hotel y siguió la conversación mientras hacía zapping.
—Estoy buscando algún sitio especial para cenar. Ya sabes, algo auténtico. Estoy harto de turistas. Sí, ya sé, yo también soy un farang —rió.
Le divertía esa palabra tailandesa: farang (ฝรั่ง). Literalmente significa “guayaba”, pero en el día a día se usa para referirse a los occidentales. No es ofensiva, está presente hasta en programas de televisión.
En una de las cadenas locales apareció un reportaje sobre un mercado callejero. Nunca había estado allí. Le hizo una foto al televisor.
—Cariño, espera un segundo… Acabo de ver un lugar al que creo que voy a ir esta noche. Te compraré algo, ¿vale? Y también para el futuro nietecito. Te quiero. Ahora a dormir, que necesitas descansar.
Se calzó y bajó a recepción. Mostró la imagen del mercado a las recepcionistas.
—Excuse me, where is this place? —preguntó en inglés, enseñando la foto en su móvil.
Las chicas la miraron, hablaron entre ellas en tailandés, y una respondió:
—Yes, sir. This is Train Night Market, in Ratchada.
—Ah, Train Night Market. Thank you very much —respondió con una sonrisa.
Salió del hotel esquivando las ofertas de conductores de tuk-tuk.
—¡Hello, tuk-tuk! ¡Five hundred bahts, mister! —le gritaban desde la acera.
—No, thank you —respondió sin detenerse.
Puso “Train Night Market, Ratchada” en la aplicación de mapas. Estaba lejos. El metro era la mejor opción. Caminó hasta la estación de Si Lom y tomó la línea directa hasta “Thailand Cultural Centre”, siete paradas más allá.
Al salir a la calle, el calor lo golpeó en la cara como una bofetada. Era como entrar en una sauna. Bangkok no duerme. Ni enfría.
Al salir de la estación, Sebastián sintió que el aire caliente se le pegaba a la piel. El calor en Bangkok era siempre intenso, pero esa noche parecía particularmente sofocante. Caminó siguiendo las indicaciones del mapa, cruzando por un paso elevado sobre una avenida atestada de coches y motocicletas.
—Qué tráfico… —murmuró, mientras observaba la maraña de cables eléctricos que colgaban a los lados del puente, como serpientes negras retorcidas.
Rodeó el centro comercial Esplanade, tal como indicaban las indicaciones, y al llegar a la parte trasera lo vio: una enorme explanada repleta de casetas, luces, olores y gente.
El Train Night Market de Ratchada.
Había puestos de todo tipo: ropa, fundas de móvil, camisetas, objetos de decoración. Pero lo que Sebastián buscaba no era eso. No quería souvenirs ni camisetas con elefantes. Buscaba comida.
En las esquinas se agrupaban los puestos de bebidas y bares informales, pero él se adentró entre los pasillos de los pequeños carritos de comida, alineados uno tras otro como soldados aromáticos. La variedad era abrumadora: comida tailandesa, japonesa, coreana, y de rincones lejanos de Asia que apenas podía ubicar en el mapa.
—Esto no me lo acabo hoy ni loco —dijo, maravillado.
Se percató de que apenas había occidentales. Los carteles estaban casi todos en tailandés, y los pocos en inglés dejaban claro que no se regateaba. Le encantaba. No era un lugar para turistas. Era auténtico.
Decidió buscar primero algún regalo para su hija y para su futuro nieto. Se detuvo ante un puesto de pendientes. La vendedora, una joven sonriente, le saludó con el gesto tradicional tailandés y una palabra amable.
—Sawadika. ¿Le puedo ayudar, señor?
—Sawadika —respondió él, intentando imitar el gesto— Yes, please. I’m looking for earrings for my daughter —dijo en inglés, esforzándose por hacerse entender.
La chica le mostró varios modelos. Incapaz de decidirse, Sebastián se volvió hacia una clienta que estaba junto a él.
—¿Cuáles le gustan más? —le preguntó en inglés.
La joven, sin pensarlo mucho, señaló unos pendientes coloridos y delicados.
—Estos
—Pues no se diga más —respondió él, satisfecho—. Me los quedo.
Mientras envolvían la compra, un turista rubio —probablemente escandinavo— se le acercó y le tendió una cámara réflex.
—¿Puedes hacernos una foto?
—Claro —aceptó Sebastián.
El chico abrazó por detrás a un joven tailandés y posaron juntos. Sebastián se sonrojó levemente. Disparó dos veces y devolvió la cámara con una sonrisa incómoda.
—Son 600 bahts —dijo la vendedora, tendiéndole la bolsa con los pendientes.
—Khop kun ka —dijo Sebastián, agradecido. La chica, sonriendo, le respondió con un Khop kun kap.
Consultó su reloj. Era hora de cenar.
Avanzó entre los pasillos de comida, ahora con algunas mesas libres. Grabó algunos vídeos con su móvil, fascinado por el caos organizado de sabores y humos. Compró cuatro platos distintos: brochetas de carne, verduras salteadas, fideos picantes y una bolsa de plástico con una carne desmigada que le llamó la atención por su olor y color.
Se sentó en una de las mesas de cartón. Las brochetas estaban jugosas, las verduras perfectas, y los fideos… demasiado picantes, pero deliciosos.
Dejó para el final la bolsa de carne desmenuzada. Algo en ese plato lo intrigaba: un aroma distinto, una mezcla que no había probado antes. Tomó una cucharada y la llevó a la boca.
La explosión de sabores fue instantánea: carne melosa —seguramente de cerdo—, ajo, cilantro, lima, chile… y algo más. Algo que no lograba identificar. Un polvo anaranjado que parecía darle cuerpo al plato. Repitió, y el sabor se intensificó.
Una lágrima cayó sobre el plato. ¿Era emoción? ¿Una gota de sudor?
Volvió a mirar el vídeo que había grabado. Allí estaba la cocinera, una mujer mayor, moviéndose con una destreza silenciosa entre ollas y cuencos. Reconoció todos los ingredientes excepto uno: ese polvo del cuenco pequeño.
Se levantó. Tenía que averiguar qué era.
Sebastián volvió a la zona donde había comprado aquel manjar, pero no encontraba el pequeño puesto de la anciana. Revisó en su móvil las fotos y vídeos que había hecho para orientarse mejor, pero nada. La mujer había desaparecido. En su lugar, una joven preparaba una especie de crepes con huevo hilado por encima.
—Sorry —dijo Sebastián a la chica—. Here was an old woman, cooking this food —añadió, mostrándole el vídeo.
—Sorry, queue, queue —respondió ella, señalando la cola que se formaba frente a su puesto.
Indignado, pero sin perder la compostura, Sebastián se colocó al final de la fila. Cuando llegó su turno, volvió a preguntar por la mujer del vídeo, por si la joven sabía algo más.
—She left —respondió ella.
—Se ha ido… Ok, she left. Where? —preguntó, haciendo gestos con las manos, esperando que eso ayudara a hacerse entender.
—Milú —respondió ella.
—¿Milú? Where is Milú? —Sebastián frunció el ceño. No le sonaba ningún lugar con ese nombre.
—Milú, milú —insistió la chica.
—She don’t knows —dijo un hombre desde un puesto vecino donde asaban brochetas de marisco—. ‘Milú’ means ‘I don’t know’.
Sebastián suspiró. Le preguntó al hombre dónde se había ido la cocinera. Le explicó que, al terminar sus ingredientes, había desmontado el puesto y se había marchado. Cuando preguntó si volvería al día siguiente, la respuesta fue aún más frustrante: había regresado a su pueblo, en el norte de Tailandia.
No se dio por vencido. Siguió preguntando, y poco a poco, otros vendedores comenzaron a mostrar curiosidad por aquel extranjero tan empeñado en encontrar una receta.
—¿Español? —preguntó alguien a su lado.
—Sí, español —respondió, algo sorprendido.
—Hola. Yo hablar poco español. Amiga enseñó —dijo un chico de unos treinta años, sentado tras la parada de mariscos.
—Por fin. ¿Me puedes ayudar? Hace un rato, aquí había una mujer vendiendo esta carne. Es parecida al laab, pero tiene un gusto especial —le explicó Sebastián, mostrándole el vídeo.
—Sí, norte de Tailandia. Difícil encontrar aquí —respondió el chico, observando atentamente el móvil.
—¿Sabes qué es esto que hay en el cuenco? —preguntó, señalando el polvo anaranjado que tanto le intrigaba.
—No. Yo no saber.
—¿Y sabes si hay alguien en Bangkok que cocine este plato?
—No. Difícil encontrar. Aquí turistas solo querer Pad Thai —dijo con una sonrisa—. Pero yo contento que falang gustar más comida.
—Fantástico. Soy cocinero en España. Si pudiera encontrar a esta señora o alguien que haga este plato, sería maravilloso. ¿Puedes preguntar?
El chico se levantó y empezó a hablar con varios vendedores cercanos. Al cabo de unos minutos, volvió acompañado de una mujer mayor que vendía currys. Ella no conocía el ingrediente, pero sí a la cocinera.
—Señora que tú buscar es de Si Dong Yen, cerca de Chiang Mai.
—Chiang Mai tiene aeropuerto… Quizás haya un vuelo que pueda coger —dijo Sebastián, pensando en voz alta.
—Difícil volar a Chiang Mai ahora. Muchas fiestas, aviones llenos. Pero si tú querer, amiga mía ser guía, hablar español. Puede llevar tú al norte. Más barato que avión.
—Suena interesante —respondió Sebastián.
Su mente ya se había activado. Empezó a organizar los próximos días: no cambiaría su vuelo de regreso, y aprovecharía los días restantes para viajar al norte y descubrir el secreto de aquel plato.
—¿Hotel? —preguntó el chico.
—¿Qué? —respondió Sebastián, algo confundido.
—Nombre del hotel donde tú estar. Mejor hablar con amiga —dijo, tendiéndole su teléfono.
Sebastián se lo llevó a la oreja.
—¿Hola?
—Hola, me llamo Bom. Mi amigo me ha contado que estás buscando a alguien que te lleve a Si Dong Yen —dijo una voz femenina, clara, con un español sorprendentemente bueno.
—Sí —respondió él, algo descolocado por lo rápido que estaba ocurriendo todo—. Quisiera ir a ese pueblo. O al norte… Chiang… Chanmai.
—Chiang Mai —lo corrigió ella, con amabilidad.
—Eso, Chiang Mai. ¿Cuánto me costaría?
—¿Por qué no lo hablamos mañana? Voy a tu hotel y planificamos la ruta y el precio.
—Sí, mejor. Estoy en el hotel The Siam Heritage. ¿Te va bien mañana a las ocho?
—Perfecto, ahí estaré.
—Le daré a tu amigo mi número. Que me escriba por WhatsApp o Telegram.
—Gracias. Hasta mañana.
Sebastián devolvió el teléfono.
—Muchas gracias. Envíale mi número a tu amiga. Empieza por +34…
—Mejor escribe tú mismo.
—De acuerdo —dijo Sebastián, tomando el teléfono y enviando un mensaje a Bom con su contacto.
—De nada, de nada —respondió el chico, sonriente.
El verdadero viaje a Tailandia estaba a punto de empezar.
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