Capítulo 2
Sebastián miró su reloj: eran casi las nueve y el desayuno en el restaurante del hotel estaba a punto de terminar.
La pantalla del teléfono que tenía sobre la mesa se encendió.
—Buenos días, soy Bom. Estoy en recepción.
Sebastián tomó el móvil y escribió:
—Buenos días. Estoy en el restaurante, desayunando. ¿Por qué no sube? Estoy en la mesa del rincón izquierdo, junto a la ventana. Me pondré de pie para que me vea.
Apenas unos segundos después recibió la respuesta:
—De acuerdo, ahora voy.
Se levantó, mirando hacia la puerta de entrada del restaurante. Estaba intrigado por conocerla. Recordaba que, durante la conversación del día anterior, su voz en español tenía una musicalidad delicada, muy agradable.
Una joven cruzó la puerta del hotel. Su silueta era esbelta, con un andar sereno y seguro, casi elegante. El cabello, largo y lacio, caía sobre sus hombros como una cortina de ébano que enmarcaba un rostro de facciones suaves, inequívocamente tailandesas: piel cálida, nariz delicada y ojos oscuros que reflejaban una mezcla de curiosidad y confianza. Llevaba una blusa blanca de lino, fresca, y unos pantalones holgados de algodón, como quien conoce el clima y sabe moverse con él. Lo miró, alzó la mano en un gesto tranquilo y sonrió. Sebastián, aún de pie junto a la recepción, le devolvió la mirada y supo con certeza que era ella.
—Hola, soy Bom. ¿Usted es Sebastián, verdad? —dijo con una voz suave y amable.
—Sí, soy yo. Por favor, siéntese —respondió, señalando la silla frente a él—. ¿Le apetece desayunar algo? La tortilla que hacen aquí es excelente.
—No, muy amable —respondió ella, mientras sacaba una pequeña agenda de su bolso.
—¿Un café, quizás? ¿Un té?
—Un café, si no le importa.
—Perfecto. ¿Solo? ¿Con leche?
—Solo.
—Voy a por él —dijo Sebastián.
Fue hasta la mesa donde estaba la cafetera, preparó una taza, añadió unos sobres de azúcar y regresó. Bom tomó el platillo con ambas manos, con una manicura impecable que no pasó desapercibida para Sebastián.
—Gracias por venir —dijo él mientras se sentaba.
—Gracias a usted por invitarme y por interesarse por mis servicios.
Mientras ella tomaba sorbos de café, Sebastián le relató con detalle lo ocurrido la noche anterior en el mercado de Ratchada: el sabor inolvidable de aquel plato, su deseo de aprender la receta, su restaurante en Madrid y la necesidad casi obsesiva de comprender qué lo hacía tan especial.
—Me parece una historia muy bonita, señor Sebastián —dijo Bom.
—Por favor, llámame solo Sebastián.
—¿“Solo Sebastián”? —preguntó, confundida.
—Quiero decir sin el “señor”, simplemente Sebastián.
—Entiendo —respondió ella, riendo—. No había escuchado esa expresión antes.
—¿Cuántos días tienes antes de tu vuelo a España?
—Seis. Vuelo el 17 de abril. Así que no hay prisa. Según el precio que me propongas, podemos estar fuera dos, tres o cuatro días —añadió Sebastián, esperando una propuesta razonable.
Bom hojeó su agenda y alzó la vista.
—No sé si sabes que el 13 de abril es Songkran.
—Sí, algo me comentaron en la agencia de viajes. ¿Es el Año Nuevo tailandés, verdad?
—Exacto. Es la festividad más celebrada del país. Y en Chiang Mai, donde yo nací, se vive de forma mucho más tradicional que en Bangkok.
—Suena interesante —dijo Sebastián, con una sonrisa creciente.
—Yo había pedido esos días libres para visitar a mi familia en Chiang Mai. Pero si deseas ir, podría acompañarte. Puedo hacerte un buen precio, ya que de todas formas pensaba viajar.
—Perfecto. Si no te molesta, podrías dejarme en algún hotel y nos vemos cuando tengas tiempo. No quiero ser un estorbo.
—No lo serás. Al contrario, sería un honor mostrarte cómo celebramos el fin de año en mi ciudad.
—¿Y cuándo saldríamos?
—Podríamos salir esta misma tarde, dormir por el camino y llegar el día 12 a mediodía a Chiang Mai. El 13 veríamos las celebraciones, el 14 podríamos buscar a tu misteriosa cocinera y el 15 pasar otra noche allí. Dormiríamos una más en el camino y volveríamos a Bangkok el 16. Así tendrías un día extra antes del vuelo.
—Suena fenomenal. ¿Y cuánto costaría?
—Veamos… —Bom sacó su móvil y calculó—. Mi tarifa es de 2.000 bahts por día, más gasolina. En Chiang Mai no te cobraría nada, estaríamos con mi familia. Serían cinco días en total: 10.000 bahts.
—Unos 250 euros. Me parece perfecto —asintió Sebastián.
—Eso sí, ten en cuenta que los hoteles estarán un poco más caros por ser temporada alta. Pero podemos encontrar buenos precios. Y la comida no será problema.
—Estoy seguro de que, contigo, estaré en buenas manos —dijo él, sonriendo con sinceridad.
—Muchas gracias, señor… perdón, Sebastián.
—Así me gusta. Que soy mayor, sí, ¡pero tampoco tanto!
—Entonces, ¿trato hecho?
—Hecho. ¿Salimos antes o después de comer?
—En Tailandia todas las horas son perfectas para comer —sonrió Bom—. Como tú quieras. Si te apetece, podemos comer juntos; te llevo a un sitio interesante.
—Pues que sea antes. ¿Te va bien a las doce del mediodía?
—Perfecto. Por cierto, normalmente cobro por adelantado, pero si quieres, puedes pagar la mitad ahora y la otra después.
—No te preocupes. Te pagaré todo al inicio y así nos olvidamos del asunto.
—Como usted…
—Como tú —la interrumpió, guiñando un ojo.
—Como tú quieras —respondió Bom, con una sonrisa cálida.
Se terminó el resto del café que quedaba en la taza y miró su reloj de pulsera.
—Pues nos vemos dentro de… —hizo una pausa— dentro de algo más de cinco horas.
Se levantó de la silla. Sebastián hizo lo mismo.
—Deje que la acompañe a la salida, y ya aprovecho para hacer el check-out —dijo él.
Los dos abandonaron el comedor del hotel, que a esa hora ya estaba medio vacío. En la puerta, Bom se volvió hacia Sebastián con una leve inclinación de cabeza y una expresión serena.
—เจอกันนะคะ สวัสดีค่ะ —dijo en tailandés, con suavidad.
—¿Cómo? —preguntó él, intrigado por la musicalidad de sus palabras.
—Perdón, que nos vemos luego. Y adiós —respondió ella en español, sonriendo mientras se alejaba por el vestíbulo.
Sebastián, ya en su habitación, empezó a recoger la poca ropa que había sacado de la maleta que usó para ir a Krabi. Guardó su cepillo, la pasta de dientes y el desodorante en un modesto neceser.
Una vez cerradas las maletas, se dirigió a recepción.
—¿Podría dejar las maletas aquí hasta mediodía? —preguntó en inglés a la chica encargada.
—Sí, sin problema —respondió ella.
Pusieron el equipaje en una habitación junto a otras maletas y le entregaron un comprobante.
Sebastián miró el reloj. Quedaban menos de dos horas, tiempo suficiente para visitar un 7-Eleven cercano y quizás comprar algún snack y un refresco para el camino.
Una de las cosas que más le gustaban era probar los sabores de snacks locales en cada país. En Tailandia, la oferta era especialmente variada. Además de los productos locales, era fácil encontrar snacks procedentes de todo el sudeste asiático: China, Japón, Corea del Sur…
Le fascinaban las patatas chips de marcas occidentales, pero con sabores inesperados: albahaca dulce con chili, sopa Tom Yum con gambas, mariscos salteados al estilo tailandés, pescado frito con salsa agridulce, calamar picante… e incluso mezclas con chilis fritos crujientes que transformaban cualquier bocado en una experiencia explosiva.
Entró en el 7-Eleven, cogió una cesta y se adentró pasillo por pasillo. Agarró una bolsa con un sabor desconocido. En la imagen se veía un plato dividido en cuatro secciones: una con chilis cortados en rodajas, otra con lima en gajos, otra con gambas pequeñas y la última con dados blanquecinos, ligeramente amarillentos. ¿Queso? Dudaba que lo fuera. El queso no es muy habitual en la cocina tailandesa. En la bolsa ponía, además del tailandés, su traducción al inglés: Miang Kam Krob Ros Flavor. Decidió que se lo preguntaría a Bom; quizás incluso lo probarían juntos.
El tiempo voló. Compró un par de snacks y bebidas que no había visto antes, entre ellas un refresco verde brillante. Pagó, regresó al hotel a recoger sus cosas y se colocó en la entrada a esperar a Bom.
Unos minutos antes de las 12, Bom llegó en su coche: un Toyota monovolumen plateado de 7 plazas. Aparcó justo frente al hotel. Estaba impecable, quizás recién lavado. Sebastián no podía ver el interior por los cristales tintados. Pero cuando Bom abrió la puerta del conductor —a la derecha, como es habitual en Tailandia—, Sebastián pudo ver el interior: limpio, cuidado, con un pequeño Buda colgando del retrovisor, protegido por una cajita de metacrilato.
Sebastián cargó sus dos maletas, y Bom abrió el portón trasero para guardarlas. Solo llevaba, además, una bolsa con los snacks que acababa de comprar. Abrió la puerta del acompañante y entró al mismo tiempo que Bom.
—Vámonos —dijo ella, abrochándose el cinturón.
El Toyota se incorporó a la calle, una vía bulliciosa y calurosa, repleta de tráfico.
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