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El silencio se rompió con el timbre del teléfono. Era un teléfono como los de antes, de los que van con cable, colgado en la pared de una casa, uno de esos teléfonos que no se pueden silenciar y cuyo ruido penetrante llena todos los rincones de un piso. Santi, encerrado en su habitación entre libros y apuntes desperdigados, lo oyó como un intruso en su concentración.

— ¿Quién será? —dijo molesto mientras se levantaba de su escritorio, apartando algunos libros de química que amenazaban con caer al suelo—. Siempre en el peor momento.

El timbre volvió a sonar, más imperioso esta vez. Santi salió al pasillo arrastrando los pies, maldiciendo la interrupción. Los exámenes finales estaban a la vuelta de la esquina y cada minuto contaba.

— ¿Sí? —respondió al teléfono con tono cortante—. Estoy estudiando.

Hizo una pausa mientras escuchaba al otro lado de la línea. Su expresión cambió ligeramente, reconociendo la voz.

Se apartó del teléfono y gritó:

— ¡Mamá!

Santi miró alrededor con el teléfono fijo en la mano, esperando una respuesta que no llegó. El silencio del piso le confirmó que seguía solo.

— No, no está —dijo de nuevo al teléfono, apoyándose contra la pared—. Vale, vale.

Se mantuvo en silencio, asimilando las directrices que le estaban dando por teléfono. La voz de su padre sonaba extraña, algo tensa.

— Vale. Te dejo que tengo que seguir estudiando. Un beso, papá —y Santi colgó el teléfono.

Justo en ese momento, se escuchó la puerta de casa abrirse de una forma bastante abrupta. El sonido retumbó por todo el apartamento.

— ¿Mamá? —gritó Santi sin obtener respuesta.

Estaba seguro de que era ella. El ruido característico de sus zapatos de tacón y el repique de sus llaves contra el mármol de la entrada la delataban. Se escuchó un portazo que hizo vibrar los cuadros de la pared.

Santi se incorporó y volvió al pasillo del piso. Vio a su madre de espaldas mientras colgaba el abrigo en el perchero. Tenía los hombros tensos y sus movimientos eran bruscos, poco habituales en ella.

— ¿Mamá, estás bien? —volvió a preguntar Santi, de nuevo sin obtener respuesta—. ¿El abuelo?

Luisa, su madre, sin girarse para mirarle, se dirigió con pasos rápidos hacia la habitación principal. Su cuerpo parecía contener una tormenta a punto de estallar.

— ¡Sí! Estoy bien y tu abuelo está mejor que bien —dijo con un tono que oscilaba entre lo sarcástico y lo furioso, mientras sus dedos se crispaban alrededor del bolso que aún llevaba en la mano.

Luisa entró en su habitación y cerró la puerta de nuevo con un portazo que resonó por todo el piso.

A Santi no le gustó esa situación. Algo grave había ocurrido. Del sofá del salón cogió su chaqueta, sacó su móvil del bolsillo y marcó un número de su agenda. Cogió las llaves que había encima de la mesa del comedor y se dirigió a la puerta principal. Se detuvo un instante, miró hacia la habitación de sus padres donde un silencio espeso había sustituido a la tormenta.

— Mamá, salgo un rato que tengo que ir a buscar unos apuntes —anunció, sabiendo que probablemente no obtendría respuesta.

El silencio confirmó su predicción. Con un suspiro de preocupación, salió de casa.

Ya fuera en la calle y con el teléfono en mano, resopló con aire preocupado mientras el aire frío de noviembre le golpeaba la cara.

— ¡Papá!, mamá ha llegado pero está muy rara —dijo Santi a su padre por teléfono, bajando la voz como si temiera que su madre pudiera escucharle a través de las paredes del edificio.

— Vale, nos vemos y me cuentas —dijo Santi un poco más tranquilo, pero que no lograba ocultar cierta tensión.

Santi colgó la llamada y guardó el teléfono en el bolsillo de su chaqueta. Cogió su moto, que tenía aparcada delante del portal de casa, y se puso el casco mientras mil preguntas se agolpaban en su cabeza. Algo había pasado en el hospital con su abuelo, y su padre tenía algo que contarle, algo que en ese momento no podía ni imaginar, pero que presentía que iba a cambiar muchas cosas.

El motor de la moto rugió mientras Santi se alejaba por las calles de la ciudad, dejando atrás el edificio donde su madre lidiaba en soledad una decisión que le había cambiado casi su propia existencia.