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Miguel, el padre de Santi, había llegado antes que su hijo y se estaba tomando un cortado mientras leía por encima un periódico que ya a esas horas estaba muy manoseado. Las páginas, ligeramente arrugadas, revelaban las decenas de manos que lo habían hojeado durante el día. De vez en cuando, levantaba la mirada hacia la puerta, anticipando la llegada de su hijo.
La campanilla de la puerta anunció la entrada de Santi a la cafetería. Con el casco colgado en el brazo y el pelo ligeramente aplastado, recorrió el local con la mirada. Enseguida encontró a su padre y, sin saludarlo, se dirigió con paso decidido hacia él. Se sentó delante de él en la diminuta mesa de la cafetería del barrio. A esa hora, las siete de la tarde, el local no estaba demasiado concurrido; solo algunos jubilados jugando al dominó en una esquina y una pareja hablando en voz baja junto a la ventana.
— ¡Qué rápido! —dijo sorprendido Miguel mientras doblaba como podía el destartalado periódico, intentando que no ocupara demasiado espacio en la pequeña mesa.
— Cuéntame, ¿qué le pasa a mamá? —preguntó Santi directamente, dejando el casco sobre una silla vacía a su lado. Sus ojos reflejaban una mezcla de preocupación e impaciencia.
Miguel suspiró profundamente, como si estuviera reuniendo fuerzas para lo que iba a decir.
— ¿Dónde está? ¿En casa? —preguntó mientras apoyaba ambos brazos en la mesa, preparándose para dar un breve discurso. Sus dedos tamborileaban nerviosamente sobre la superficie de formica.
— Sí, está en casa, en vuestra habitación —respondió Santi inclinándose hacia adelante—. Ha entrado en casa dando un portazo y otro cuando se ha encerrado en la habitación. ¿El abuelo está bien? —preguntó con genuina preocupación.
La luz mortecina de la cafetería proyectaba sombras sobre el rostro de Miguel, acentuando las arrugas que comenzaban a formarse alrededor de sus ojos.
— Sí, ya sabes cómo está tu abuelo, pero esto no tiene nada que ver, bueno, en parte sí —declaró Miguel, dando un último sorbo a su cortado casi frío.
— ¿Pero qué pasa con tanto misterio? ¿Se han peleado? —preguntó Santi ya casi molesto, golpeando ligeramente la mesa con la palma de la mano.
— Sí, se han peleado porque tu abuelo... —dejó la frase en el aire, pensando las palabras que iba a decir, pero decidió ir sin rodeos—. Se quiere casar —sentenció Miguel, observando atentamente la reacción de su hijo.
El rostro de Santi pasó de la confusión a la sorpresa en cuestión de segundos. Sus cejas se elevaron y su boca quedó entreabierta.
— ¿Casar? ¿Pero con quién? —preguntó atónito, inclinándose aún más hacia su padre, como si no hubiera oído bien.
— Con una mujer —sentenció Miguel, con un tono que oscilaba entre lo obvio y lo absurdo de tener que especificarlo.
— Ya, me, me, me puedo imaginar —titubeó Santi, pasándose una mano por el pelo—. ¿La conocemos? ¿Alguna vecina, amiga...?
El camarero pasó junto a ellos, lanzándoles una mirada interrogante, pero Miguel negó con la cabeza, indicando que no necesitaban nada más.
— No, no la conoces —respondió Miguel, bajando ligeramente la voz—. Yo recuerdo haberla visto hace mucho tiempo, cuando salía con tu madre, en una foto escondida.
Los ojos de Santi se agrandaron aún más, y una arruga se formó en su frente.
— ¿En una foto escondida, papá? —preguntó sorprendido, incapaz de ocultar su desconcierto.
— Sí, en casa de tus abuelos —explicó Miguel, su mirada perdiéndose momentáneamente en el recuerdo—. Estaba escondida detrás de unos libros, metida en un sobre amarillento. Tu madre nunca supo que la vi.
— ¿Y cómo sabes que es ella? —inquirió Santi, cada vez más intrigado por la historia que desvelaba su padre.
Miguel sonrió levemente, una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
— Porque tenía la misma mirada —dijo, pasándose una mano por la barba incipiente—. Esos ojos... son imposibles de olvidar.
— ¡Ah!, que la has visto ya —casi gritó Santi, atrayendo momentáneamente la atención de la pareja cercana a la ventana.
— Sí, hoy —continuó Miguel, bajando instintivamente la voz—. Hemos ido a ver al abuelo en el hospital y cuando nosotros entrábamos en la habitación, ella salía. Tu madre se quedó petrificada en el umbral. Yo tardé unos segundos en reconocerla, pero tu madre... tu madre la reconoció al instante.
Un silencio tenso se instaló entre padre e hijo. El ruido de las fichas de dominó y las conversaciones apagadas del resto de clientes parecían ahora lejanos.
— ¿Y quién es esa mujer? —preguntó Santi, rompiendo el silencio—. ¿El abuelo tenía una amante? —su tono revelaba incredulidad—. ¿Y cómo es que nunca he visto yo a esa mujer?
Miguel miró a su hijo directamente a los ojos, como si estuviera a punto de revelar algo que cambiaría para siempre su percepción de la familia.
— Era más que una amante —dijo con voz grave—. Era la novia de tu abuelo.
La música ambiental de la cafetería pareció aumentar de volumen en ese momento, llenando el espacio entre ambos. En los ojos de Santi brillaban mil preguntas que pugnaban por salir.
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